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La Costa Amalfitana II: Nápoles.

  • Foto del escritor: Concha Estremera Sáez
    Concha Estremera Sáez
  • 28 jun 2017
  • 5 Min. de lectura

Como dije en mi post anterior, Nápoles es un buen sitio por donde empezar. Primero (y obvio) porque es más cómodo si llegas en avión. Segundo, porque desde allí parten los ferrys a Capri, Prócida e Ischia. Y tercero, porque te metes de lleno en el modus vivendi de la zona. Es un buen entrenamiento para enfrentarse al tráfico que nos espera.


Nápoles es la capital de la región de Campania y la más poblada del sur de Italia. Tiene fama de peligrosa. Recuerdo que en algún momento de mi vida llegué a tener la sensación de que según llegabas a Nápoles, te atracaban, por lo que contaba la gente. Pero no hay nada que temer, salvo los consabidos carteristas que también pululan por el centro de ciudades más "estiradas" como París. Lo único que hay que evitar es acercarse a los barrios de Scampia y Secondigliano, pues están tomados por la camorra y ahí sí podéis encontraros con algún problema o alguna escena desagradable. Basta que diga esto para que alguien se anime a visitarlos, lo que está bien si tenéis espíritu aventurero. Del Bronx de Nueva York también se habla fatal y de día no presenta mayor problema. En fin, informados estáis.

Nápoles.

El centro histórico de Nápoles es el más grande de Europa y uno de los mejor conservados (en cuanto a su trazado original). Es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Los amantes de la belleza impoluta de los edificios del centro de Praga o de las inmaculadas edificaciones de Washington, seguramente os decepcionaréis. Pero si lo que os gusta es un buen desconchado, la ropa tendida, la vida serpenteando por callejuelas de trazado irregular... esta es vuestra ciudad. El carácter napolitano no sólo es característico de su gente, sino de sus balcones, de sus adoquines. No es una ciudad hecha para el gusto del forastero, sino para el uso (y abuso) de sus habitantes. Y así hay que disfrutarla.


Aunque hay metro (esta es su web) lo más recomendable es patearla. Como está llena de colinas, os podéis ayudar de vez en cuando de los funiculares para descansar las piernas, como el que lleva al Castillo de Sant'Elmo para disfrutar de la panorámica del golfo y el Vesubio. Sólo caminando descubriréis los pequeños altares dedicados a la Virgen que hay en las fachadas de las casas del Quartiere San Lorenzo y os sorprenderéis al encontrar el que el Bar Nilo (San Biagio dei Librai, 129) dedica a venerar a Maradona, el verdadero dios de Nápoles, como vosotros mismos comprobaréis. En el centro encontraréis que la charcutería está pegada a una enorme tienda de souvenirs plagada de muñecos de Totó (el ídolo local) y que la pollería comparte acera con una tienda de moda. Nápoles se vive en cada esquina, allí está todo mezclado, todos los lugares son adecuados para cualquier cosa. Incluso para cruzar la calle. No sé si deciros que tengáis mucho cuidado al cruzar o que no tengáis ninguno. Ellos aparentan no pensarlo siquiera. Se lanzan a la calzada y se mueven entre los coches como si pudieran traspasar la materia. Si os lo pensáis mucho, no cruzaréis.


Os dará la sensación de no estar en Europa. De hecho, os dará la sensación de que os habéis vuelto suecos, o noruegos, porque al lado de los napolitanos somos unos sosos y unos sin sangre. Ellos discuten con pasión, como en la ópera. Comen con pasión, como en la posguerra. Caminan con pasión, como en Fiebre del Sábado Noche. Todos son excesivos para todo. Esta peculiaridad resulta divertida, pero hay otra que también les distingue y que no es tan agradable de ver: la cantidad de niños italianos que hay por la calle vendiendo mecheros, pidiendo dinero e intentando tomarte el pelo. En serio, son muchos y sólo tienen unos 8 ó 9 años y se acercarán a vosotros en cualquier terraza, en cualquier café. Allí se vive como algo normal. Aquí tenemos mucha pobreza infantil, pero impresiona ver a esos chavales buscándose la vida y pidiéndote un cigarro.


Bueno, pasemos a lo práctico... Como hay cientos de miles de guías culturales y turísticas donde os contarán qué visitar (aunque yo apuesto, insisto, por el paseo), me voy a limitar a recomedaros dos sitios. El primero de ellos es Quartieri Spagnoli (Barrios Españoles). En el siglo XVI, durante la dominación española de Nápoles, se fundó este barrio (que ahora forma parte del centro) para albergar a los militares que visitaban la ciudad. Pronto se convirtió en un lugar magnífico para el negocio de criminales y prostitutas y a día de hoy conserva cierta mala fama. Pero olvidad esa fama e id a visitarlo. Es un pequeño Lavapiés o un Raval, pero con mucha más animación. Por supuesto, está lleno de bares. En él disfrutaréis del espectáculo que ofrecen los cientos de Vespas que atraviesan la cuadrícula que forman sus callejuelas, en todos los sentidos, con familias enteras montadas sobre ellas (no es una exageración, veréis hasta 4 personas sobre una moto). Y os costará muchísimo atravesar los 2 metros de calle hasta la otra acera, pero os aseguro que no habréis visto nada igual y acabaréis contándolo, como estoy haciendo yo.


Otro lugar interesante para ver y, cambiando absolutamente de estilo, es el Teatro di San Carlo, la Ópera de Nápoles, que se encuentra frente a la Galleria Umberto I Se trata del teatro de ópera en activo más antiguo del mundo. Data de 1737 y fue reconstruido en 1816 tras un importante incendio. La visita guiada (en inglés o italiano) cuesta 6€ y si tenéis la suerte que tuvimos nosotros y os coincide con un ensayo, disfrutaréis aún más.


Ahora voy a ponerme a hablar de comida, porque estamos en Italia y no hacerlo sería bastante extraño. Nápoles es el paraíso de las pizzas. Allí las encontraréis siempre al horno de leña y siempre riquísimas. Nosotros nos tomamos unas en la Pizzería Attanasio, en la concurrida (e imprescindible) Via dei Tribunali, en el número 379. Un local muy agradable para hacer un alto en el bullicioso camino. También nos tomamos otra en un lugar más popular, en la terraza de la pizzería Vincenzo Costa, situada en la Piazza Capuana, 1, frente a la Iglesia de Santa Caterina a Formiello. Las pizzas allí están espectaculares y si os pedís una cerveza seguramente os traigan una botella de Peroni de 66 cl., bien fría. Los camareros son de lo más campechano y el ambiente es muy distendido.


Si lo que os apetece es un dulce, en Nápoles descubrí lo que se convirtió en uno de mis postres preferidos: la sfogliatella. Se trata de un montón de capas de finísimo y crujiente hojaldre que envuelven pasta de almendra, chocolate o crema. Si sois golosos, no os arrepentiréis. Me he informado y en Madrid se venden en las heladerías Freddo-Freddo y también sé que el restaurante italiano Gusto, de Barcelona, lo incluía en su carta de postres, así que supongo que eso mismo harán otros restaurantes similares en España.


Otro dulce es el babà, un bizcocho con forma de corcho de botella, bañado en licor, que también podréis encontrar en casi cualquier esquina napolitana y que también está de rechupete.


Y para refrescarnos un poco, nada mejor que un buen granizado de limón (granita al limone). Ya, ya sé que en España son más que habituales, pero la diferencia es que allí se hace con unos limones del tamaño de un balón de rugby, típicos de la zona y que veréis por todos lados. No es casualidad que el riquísimo limoncello (del que hablaremos otro día) sea originario de esta costa.

En este link de Minube, podréis encontrar muy buena información sobre los monumentos y calles más conocidos de la ciudad.

Olvidaos del resto de las ciudades de Europa occidental. Nápoles es otra cosa. Y otra cosa mucho más divertida.


 
 
 

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